Aquí no. Cuba era el paraíso de los negros. Debíamos dar gracias a la Revolución por otorgarnos los mismos derechos que a los blancos y poder entrar libremente y sin complejos a todas las playas y círculos sociales del país.
Pero todo ha cambiado. Olvídense del discurso oficial de que todos somos iguales. En esta sociedad revolucionaria, ser mestizo te puede traer problemas. Nadie me lo contó. Yo lo viví el pasado miércoles 22 de octubre, durante 11 horas en un calabozo grande y sucio, caliente y húmedo de la unidad policial de Zanja y Lealtad, en el centro de la Habana.Pregúntenle a los más de 70 negros o mestizos que fueron detenidos esa noche sólo por vestir a la moda, tener un piercing en la nariz o escuchar rap o reggaeton en sus MP3. O a quienes se convirtieron en sospechosos por tener 6 paquetes de detergente, 10 jabones de lavar o un saco de cemento sin los comprobantes de alguna tienda recaudadora de divisas. Todos le responderán, mirándoles muy serio a la cara, que hay evidentes prejuicios raciales en la forma en que hoy operan las fuerzas policiales de la ciudad.
Donato Bermúdez, 67 años, alto y fuerte, con ojos de gato y unas manos callosas que dan fe de que la vida no le ha regalado nada. Y es negro, por supuesto. Está sentado sin zapatos ni camisa en un amplio y sucio banco de hormigón que sirve de cama, silla y mesa en la fétida celda. “Es tremendo —dice Donato—, estamos viviendo un estado de sitio. Si esto no es fascismo quiero que alguien me diga qué cosa es”. Bermúdez lleva 4 días detenido por vender jabas de nylon, a peso cada una. Ahora lee con parsimonia un diario Granma: “Quien lo iba decir, que un mestizo como Obama ya casi es presidente; me recuerda cuando Jackie Robinson rompió la barrera racial del béisbol norteamericano” —apunta con un dejo de emoción, mientras lee en voz alta que Obama aventaja por casi 10 puntos a John McCain en la apasionante campaña electoral estadounidense.
“Sin embargo, aquí vamos para atrás —dice Bermúdez—. Mire usted: el 90% de los que estamos detenidos somos negros o mestizos, y más de la mitad no tienen delito alguno comprobado; sólo por puros prejuicios raciales de la policía estamos aquí”.
Rolando Céspedes, 23 años, un apuesto mulato que viste con ropa exclusiva y cara de la marca Dolce&Gabbana, lo confirma: “Nunca había estado preso, pero desde que tengo una novia italiana lo que me ha caído es un calvario”. Céspedes vive desahogado junto a su madre en el barrio de Los Sitios, gracias a los euros que le gira su enamorada napolitana. Y eso no cae bien. “El jefe de sector me asedia, me pidió todos los papeles de los materiales de construcción con los que reparé mi casa y al no poder cogerme en nada, me hace la vida imposible; cuando estoy bebiendo cerveza con mis amigos sin motivo alguno me detiene toda la noche, y cuándo yo le miro a los ojos le veo ese brillo especial que conozco muy bien: la envidia” —dice Céspedes, antes de contarme el día de su mala suerte:
“Fue hace algo más de un año y medio. Estaba en un bar y el jefe de sector me condujo a la unidad policial de la calle Picota; cuando incautó mis pertenencia para meterme en la celda, le llamó la atención una memoria flash que yo llevaba. La cogió, fue a un ordenador y vio que contenía dos películas pornográficas y un artículo de un periodista cubano que reside en España, Carlos Alberto Montaner. Cuando regresó, sus ojos brillaban: ‘Ahora sí te jodí, pornografía y literatura contrarrevolucionaria, estás frito’. Fui a juicio. Por lo de Carlos Alberto no me pasó nada, pero por tener material pornográfico me sancionaron a 6 meses de privación de libertad. Salí en noviembre de 2007 y ni aun así el jefe de sector me deja tranquilo”.
El viejo Donato y yo escuchamos en silencio. “Claro que así no van a resolver nada. A mí siempre me decomisan las jabas y me ponen una multa de 200 pesos [8 dólares], pero al salir vuelvo a vender las jabitas” —dice Donato.
Mientras tanto, siguen entrando detenidos a granel a la unidad policial de Zanja. Un oficial está eufórico. “Hoy nuestra brigada va obtener muchos puntos, mira como hemos atrapado gentuza” —señala con una mezcla de odio y arrogancia. “Gentuza” son mujeres y hombres que venden flores, ositos de peluches, cigarros o jabas de nylon para sobrevivir en las duras condiciones del socialismo real cubano.
Ahora entran con rostros compungidos 6 o 7 muchachos que suelen vender productos industriales fuera de las tiendas, y que en el argot policial son conocidos como “ferreteros”. Uno de ellos ya cumplió un año de sanción en una prisión de la provincia de Matanzas conocida como “Canaleta”; sabe que ahora, con el endurecimiento de las leyes tras el paso de los huracanes, volverá a la cárcel.
En este inmenso calabozo la mayoría está detenida —según la policía— por asediar a los extranjeros. Son muchachos, por lo general entre 14 y 27 años, que se acercan a los turistas para poder comer, o ir una disco y si es posible tener sexo, aunque a veces simplemente lo que quieren es hacer amigos y pasar un buen rato en lugares a los que ellos no tienen acceso por no poseer moneda dura.
Kevin Prado, 21 años, es un negro retinto de labios gruesos y una perilla de pelo debajo del mentón. “Desde que me levanto en mi casa de la Habana Vieja intento trabar amistad con algún turista, un día bueno significa para mi almuerzo y comida. Además de bailar en buenas discotecas con ellos, me la paso bien y siempre amanezco con algunos “fulas” en el bolsillo. Ya he estado un par de veces en prisión pero no cambiaré. A esta gente yo no le trabajo por 225 pesos (9 dólares) al mes”.
En esta triste y decadente sociedad cubana de hoy, las personas están al límite de todo. De las anacrónicas reflexiones del Comandante, del futuro incierto, de los que los dirigen, hasta de ellos mismos. La gente mira al norte, sueñan con una visa a donde sea, no les importa la crisis financiera mundial. Han nacido y crecido en un país en crisis perenne, donde por un motivo u otro siempre falta algo. A veces la luz eléctrica o la comida, siempre la libertad individual secuestrada por el gobierno como si fuesen nuestros padres. Y ya están hartos.
La mañana del 22 de octubre le comentaba eso mismo a un amigo colombiano que me hacía llegar un par de libros, regalo de un compatriota suyo. El joven, productor deportivo de un canal televisivo de Bogotá, me quiso acompañar a la embajada de España a recoger unas revistas Encuentro y luego lo llevé a un banco para que cambiara unos euros. El colombiano como cualquier turista simple, tenía deseo de caminar y hacer amigos.
A eso de las 11 de la mañana pasamos por el trabajo de mi esposa situado en la intersección de las calles Águila y Dragones, un edificio vetusto de los años 30 y sede actual de oficinas de ETECSA, la empresa telefónica de la isla, donde ella trabaja como ingeniera en telecomunicaciones. El colombiano quería obtener el número telefónico para reservar un boleto de una agencia de pasaje pues al día siguiente partía rumbo a Varadero.
Allí en pleno lobby de ETECSA y ante la mirada atónita de los compañeros de trabajo de mi esposa, empezó el show. Un agente del D.T.I vestido de civil y con sintaxis deficiente, me pidió mi carnet de identidad. Se lo di y esperé mientras él daba los datos a la computadora central de la policía para ver si tenía antecedentes penales. Al recibir una respuesta negativa no dio su brazo a torcer. Hizo llamar un carro patrulla, me cacharon en plena vía pública como a un vulgar delincuente y luego, para acabar de humillarme, me esposaron a la vista de los compañeros de trabajo de mi cónyugue y del atónito colombiano, que temblaba como una hoja.
Vió la represión con sus propios ojos. Luego el agente policial le diría que yo era un connotado estafador. La situación era de risa si no fuese trágica. Me trasladaron a la unidad policial de Zanja, donde intenté explicarle a un Teniente Coronel de apellido Mederos que el turista era un amigo que me traía unos libros, y que yo por un motivo u otro (ya que mi madre y mi familia residen en Suiza hace 5 años) era normal que tuviera contacto con extranjeros. “Todo eso es mentira” —dijo con voz de trueno. Y en tono de sentencia, agregó: “Al calabozo, hazle los papeles por asediar extranjeros”. “¿Y qué hacemos con el arma blanca?” —preguntó un oficial solícito. El coronel miró la Victorinox de uso múltiple, regalo de un amigo suizo, como si fuera un bicho raro y dijo: “No exageremos”, antes de dar la espalda.
Al menos no me agregaron otro cargo delictivo. En la celda conocí al viejo Dionisio, a Rolando, a Kelvin y otras personas. De la unidad policial de Zanja saqué muchas lecciones. La más importante: que las personas de a pie están harta del sistema. Y no cejan. Mañana, al traspasar las rejas, volverán a lo mismo. Vendiendo cualquier producto, obteniendo información por cualquier vía y copiándola en sus memorias flash, para luego contársela a otros que no creen ni una coma de lo que publica la prensa oficial.“Lo único que quiero es ver el final de la película” —decía el viejo Donato mientras caía la noche en la atestada celda.
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