Me puse a pensar…
Carolina Hernández
Me puse a pensar, ¿qué es una generación? O sea, ¿qué diferencia hay entre mis hijos y yo? El primero lo tuve a los 39 años. Cerca de la temida edad de los cuarenta.
Pero yo no tenía complejo alguno. Me casé tarde porque así se me presentó la vida. Pero era una mujer profesional que casada o no, decidió vivir con el orgullo incólume. Manteniendo mi cabeza en alto y respirando siempre un aire de optimismo y felicidad.
Tenía ya más de 30 años y no había encontrado al hombre ideal.
Cuando pensé que me había enamorado, me encontré con un ser egoísta, inseguro y machista, de mente cerrada y obtusa.
Afortunadamente pude reaccionar a tiempo. Mi vida eran mis libros, mis estudios, mi vida intelectual. Él no lo comprendió y me manifestó su objeción a tiempo. Me dijo que tan pronto nos casáramos, iba “quemar” todos mis libros. Esa fue la señal de alarma.
Reaccioné de inmediato y no pensé en “matrimonio” hasta que pasados los años y con la vida tomando un rumbo completamente diferente, bajo otras circunstancias y en otro país, encontré al hombre que ha compartido mi vida con respeto, amor y cariño.
Ahora me encuentro con hijos de los que me separan varias generaciones. Porque se habla de la “generación de los 50, de los 60…”, haciendo referencia a décadas, y por supuesto, se acepta que al paso de las “generaciones” se cambia la forma de pensar, cuando se cambian las costumbres y los valores básicos.
Las diferencias generacionales han sido siempre conflicto en las familias ya que constituyen brechas que se abren entre los adultos “que han vivido” y los jóvenes “que están viviendo”.
Recientemente me encontré con una situación provocada sin duda por esa “brecha” que separan los criterios de las diferentes generaciones. Mi hija se sintió dolida y agraviada porque no le comuniqué la muerte de un familiar. En esos momentos en que ella estaba pasando una crisis emocional por otros motivos, no quise aumentar su angustia con otra aciaga noticia. Sin embargo, mi acción fue contraproducente.
Yo pensé que la protegía, ella pensó que la discriminaba.
Entonces me han venido a la mente recuerdos del pasado. Recuerdos dolorosos de cuando a mi padre se le descubrió un tumor maligno.
En aquel tiempo teníamos un criterio distinto de la familia. La familia como núcleo de unión, de relación íntima, de vínculo que enlaza la misma sangre. En aquel momento, yo tenía 34 años y ante la situación que confrontábamos, me consideraba la cabeza de familia. La que tenía la responsabilidad de velar por el bienestar de todos.
Y tomé decisiones erróneas aunque las motivaciones fueran bien intencionadas. Traté por todos los medios de ocultar la seriedad de la enfermedad de Papá. Llegué al extremo de falsificar un reporte médico para que mi madre no se preocupara.
Tengo que reconocer que fui ingenua, inocentemente ilusa. En mi mente mis acciones eran como un intento de “ganar tiempo”, de retrasarle a mi madre el dolor, la angustia de lo que se avecinaba.
Mis acciones de hoy, después de cincuenta años transcurridos, adolecen del mismo sentido de realidad. No se puede evitar lo inevitable.
Yo creo que he aprendido bastante a lo largo de este caminar por la vida, pero sin duda, cuando hay algo muy arraigado dentro de uno, tarde o temprano, nos traiciona y la diferencia generacional sale a flote..
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