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14 de febrero de 2007

Incesto


Hacía tiempo que mis diálogos con M. se habían reducido al mínimo, síndrome de los matrimonios prolongados por un exceso de circunstancias. Al principio no era así. Pasamos varios años pendientes uno del otro, colmándonos de planes y apetencias, intercambiando escenas en las que suponíamos una combinación secreta, las cifras que abrirían la caja fuerte de nuestro yo común. Pero los respectivos escondrijos terminaron forzados y su contenido se dilapidó en tres o cuatro años. Los episodios de aquella época quedaron ensartados en un mantra privado para esos momentos en que se hacía silencio y cada uno, nervioso ante la perspectiva de no tener nada que decir, se demoraba en los preliminares de la cena. Primero, la descripción de mi timidez, jalonada con sucesivos fracasos: un desfile de estudiantes extranjeras, cuarentonas elegantes y pálidas adolescentes con gafas de falso carey. Luego, el elenco de las ventajas matrimoniales.
Por lo general, aquellas historias conseguía despertar el interés; reflotar, incluso, una cena escorada por la desidia de invitados lacónicos. M. atribuía a esas enumeraciones la virtud del exorcismo. A mí me provocaban un persistente dolor de cabeza y la incómoda sensación de haber hablado de más, de haberle contado demasiado. Frases dichas en otra época y en otras circunstancias, de las que ahora preferiría desentenderme, me causaban particular fastidio al ser citadas como argumentos irrebatibles, persistentes como un error gramatical en un idioma ajeno, del que por lo general sólo nos percatamos cien palabras después.
A veces sospechaba que habría tenido que convertirme en otra persona para seguir con ella. M. tenía una idea infantil del matrimonio: Hogar perfecto cobijado bajo el ala de súbitas ocurrencias, una escucha distraída cuyo curso apacible transcurre salpicado por acontecimientos intrascendentes. Aún hoy repaso nuestros primeros diálogos en falso como si fueran las pistas de algún dilema crucial: cuándo se empieza a estar en otra parte, en qué momento se deserta de la intimidad para iniciar el ciclo de disimulo que garantiza, al menos, la supervivencia del sentido común.
Retrocedamos, por ejemplo, varias semanas, a un domingo en mitad de una carretera que no aparece en todos los mapas. Duermo una buena parte del trayecto, mientras M. conduce en silencio. Atrás, dos señoras conversan envueltas en los vapores naftalínicos de sus abrigos de chinchilla. Las hemos recogido en el pueblo anterior y veinte minutos después se detienen en una pequeña estación al descampado, con su inevitable reloj, un buzón y el cartel metálico donde apenas se alcanza a leer el nombre descolorido: San Damiano. Bajan, dan efusivamente las gracias, como gallinas cloqueantes. No sería difícil imaginar sus vidas en este pueblito de provincia, me digo. Pero mientras lo intento, desde el umbral de la vigilia, la imagen de las señoras despidiéndose se desvanece de manera algo burda, como el plato que un camarero se apresura a retirar al darse cuenta que se ha equivocado de mesa. Y entonces aparece una sospecha, cuya evidencia inatendida ata bruscamente los cabos sueltos de la siesta. “Todo esto es más raro que el amor, algo demasiado parecido al incesto”. Ese podría ser un buen término para describir nuestra relación, la de dos emigrantes que se conocen en un país ajeno. Él quiere ser escritor, pero no ha escrito nada que le guste lo bastante como para sentirse a salvo de su propia mordacidad, nada que pueda sacarlo de la gelatinosa conmiseración en que se hunde cuando las cosas comienzan a irle mal. Sin embargo, aún tiene cierta destreza y la seguridad de que no se trata de una de esas habilidades aprendidas a fuerza de voluntad, de las que se olvidan con el paso del tiempo. Su destreza está ahí, siempre regresa, aunque con ella regresa también una tensión incómoda, el intento por retener algo que siempre se escapa. Porque últimamente las cosas terminan escapándosele de las manos, como si su egoísmo le obligase a constatar el fracaso de una vida construida en torno a una peculiaridad impersonal, ese ruido de fondo de la inteligencia.
En cuanto a ella, está demasiado ensimismada como para darse cuenta de todo esto. Es una exiliada primeriza, aún duda entre volver o empezar de nuevo. Pero, ¿regresar a dónde? En la casona de su infancia, la madre ha convertido el suicidio en hábito dominical. La compadezco, sí, pero esa lástima también abre una distancia insalvable, como el gesto mecánico con que se rozan, por azar, dos mejillas heladas. Es imposible amar tanta escualidez. Si mi relación con M. fuera una novela, empezaría por una escena de infancia que ella misma me contó. Tiene diez años, llueve. La madre deambula por la casa, al borde de un llanto histérico, metiendo algo de comida, lo primero que encuentra, en una bolsa de papel de estraza. Más tarde se hunde con sus tres hijas en la oscuridad de un cine de barrio, donde las manitos rebuscan en la bolsa de papel para llevarse a la boca lo primero que caiga: el pedazo de pollo, el huevo duro, las galletas, todos los sabores mezclados en aquel cartucho común.
Muchos años después, M. sigue viviendo en esa dulce inconsciencia, como el enfermo que reduce su paisaje al empapelado mientras persigue la misteriosa clave del dibujo, ese escurridizo sistema de inclusiones y circunscripciones que gobierna la repetición de las figuras, con la esperanza de que esa clave sea tan preciosa como la vida misma y que, una vez hallada, le devuelva al mismo tiempo su salud y el mundo cotidiano. En medio de este trazado, sospecho, hay un agujero, una sombra esquiva, como la boca de una bolsa de papel que se adivina en medio de la oscuridad.

5 comentarios:

  1. Ernesto,eres un excelente narrador. Y sospecho que este "Todo el mundo habla" te viene como anillo al dedo.

    Saludos.

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  2. Gracias Camilo, eres muy amable, pero en realidad lo mío es el ensayo. Respeto mucho a los narradores de verdad.

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  3. En realidad, M. es una mezcla ficticia de elementos reales (como tu espía griega, supongo). Pero el razonamiento que le da origen a la postal, ese estatus incestuoso de la relación entre dos emigrados en un tercer país, sí que lo he experimentado alguna que otra vez. Oye, Magia, ¿el disfraz ese de hada Campanilla es un retrato hiperrealista o tiene alguna explicación?

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  4. Bueno si quieres saber si soy yo, no soy esa. Es un dibujo mágico por eso lo elegí.
    Si quieres verme creo que en diciembre fue que publiqué una foto mía en ilusiones. Hay un link a la derecha.

    Un beso a todos, mucha suerte y más magia incestuosa, jajajajajajja

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