El desplazamiento, ahora oficial, de Fidel Castro del patrón de la televisión cubana y de la primera plana de todos los periódicos a la cama de un hospital no significa que él vaya a dejar de controlar la vida y la muerte de los hombres y mujeres de ese país. Se trata de un cambio de uniforme y de una permuta forzosa del puesto de mando.
El documento, con su renuncia anticipada a todos los cargos que ocupaba desde 1976, sólo ha servido para darle un carácter definitivo al proceso iniciado en el verano de 2006, cuando se anunció que estaba enfermo y cedía, de manera provisional, todas las jefaturas a su hermano menor, que va a cumplir ya 77 años.
A partir de ese momento, Raúl Castro, Carlos Lage y Ricardo Alarcón comenzaron a actuar como los reales conductores del Gobierno y del Estado. Siempre con discreción y siempre portadores de saludos y mensajes verbales del Comandante en Jefe, quien se recuperaba de sus dolencias y seguía al tanto del acontecer diario de la nación.
Los que conocen cómo se mueven los mecanismos del poder en la Isla, saben muy bien que allí, mientras Fidel Castro tenga un hilo de lucidez, nadie podrá tomar una decisión, ni firmar un decreto que no haya pasado ante la mirada del abogado oriental que nació en Birán, en agosto de 1926.
La disposición, publicada ayer con ruidos de tambores y lejanos agudos de cornetas chinas, a no aceptar el regreso a la cumbre, puede parecer un gesto altruista y racional de Fidel Castro. Pero no, estamos frente a un mandato de la naturaleza, al demorado paso del tiempo y a la debilidad congénita de la carne.
Continúa en El blog de Tania Quintero.
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