El 18 de marzo de 2003 nada hacía presagiar que el gobierno del entonces presidente Fidel Castro fuese a desatar una oleada represiva a gran escala. Eso sí, había mucha tensión y una campaña mediática desaforada del régimen denigrando a la oposición local. Las cosas olían mal.
Pero nadie dentro de la disidencia contemplaba la posibilidad de que las autoridades en la isla efectuaran operativos policiales para detener a 75 opositores.
El panorama internacional también estaba caliente. La agresión a Irak por parte de Estados Unidos, sin el apoyo de la ONU, era inminente. Ya desde 1999 flotaba en el aire de la República una escalofriante legislación, la Ley 88 o ‘ley mordaza’, que dejaba las manos libres a las autoridades a la hora de llevar a prisión a quienes se le oponían pública y pacíficamente.
La Ley 88 contemplaba -y contempla- sanciones entre 15 y 30 años a las personas que, según el gobierno, pudieran favorecer el embargo de Estados Unidos contra Cuba u ofrecer información sensible al enemigo. En ese estado de paranoia política transcurría la primera quincena de marzo del 2003.
Lo que sucedió ya se sabe. Después de un toque severo a la puerta de muchos opositores y registros minuciosos de sus casas por parte de los tipos duros de la seguridad, en busca de pruebas que demostraran su culpabilidad, durante los primeros días de abril de 2003 se realizaron juicios sumarios, sin plenas garantías jurídicas y sin ofrecer a los abogados defensores toda la documentación requerida.
Las peticiones fiscales ponían los pelos de punta a cualquier ciudadano del mundo civilizado. Hubo pedidos de penas de muerte, aunque a ninguno de los disidentes arrestados se les ocupó armas de fuego o explosivos. Las ‘evidencias’ eran ordenadores, radios de banda ancha, grabadoras, máquinas de escribir, cuadernos con notas, libros ‘contrarrevolucionarios’, periódicos y revistas.
Varios topos infiltrados en grupos disidentes subieron a los estrados de los tribunales para ofrecer sus testimonios y apuntalar la posición de la fiscalía. Los 75 opositores, que como arma usaban sus voces y sus bolígrafos, recibieron sanciones entre 12 y 28 años de privación de libertad.
Aquella oleada represiva tuvo un alto costo político para el régimen de Castro. La UE y Estados Unidos reforzaron sus denuncias en foros internacionales. La prensa libre del primer mundo puso el grito en el cielo. El comandante único nunca imaginó tamaña repercusión.
Entonces en febrero de 2010, la muerte del opositor Orlando Zapata Tamayo por una huelga de hambre, revitalizó las condenas de numerosos gobiernos al régimen de La Habana. Las Damas de Blanco mantuvieron a las autoridades en jaque con sus repetidas marchas por calles habaneras. Ocho años después, las valerosas mujeres han declarado el 18 de marzo como “Día del prisionero de conciencia”.
Cuando Zapata falleció, gobernaba Raúl Castro, acosado por una economía que naufragaba y un futuro inquietante. De seguir las políticas absurdas y voluntariosas de su hermano, la nación se podría ir a pique y peligraba el poder ejercido con mano dura durante medio siglo. Había que recoger velas.
Y Castro II lo hizo. Sacó del baúl a la olvidada iglesia católica como interlocutor y mediador en un conflicto que amenazaba con explotarle en las manos. Además del cardenal Jaime Ortega, otro actor importante fue el canciller español Miguel Ángel Moratinos. Entre los dos, a la carrera amarraron un plan, dejando numerosos cabos sueltos, para liberar a los 52 reos de la primavera negra que aún permanecían encarcelados.
Fue una jugada maestra de los Castro. Aunque realmente los que estaban contra la cuerda eran ellos. Los presos fue un pretexto para soltar lastre y exhalar oxígeno político.
Moratinos y Ortega fueron piezas útiles en la estrategia castrista. Con la iglesia, el régimen evitó el mal trago de tener que dialogar con una oposición a la cual olímpicamente ningunea. Y el canciller español, además de anotarse un importante gol diplomático en su carrera -de poco le sirvió, posteriormente fue destituido- cargaría con el grueso de los excarcelados: cuarenta viajaron a España con sus familiares. Aún tres permanecen en prisión: José Daniel Ferrer, Librado Linares* y Félix Navarro.
Ahora mismo, la oposición es más débil que en marzo de 2003. Valiosos disidentes se vieron obligados a marchar al exilio. Y otros, lastrados por la corrupción, pendencia y protagonismo, son meros objetos decorativos y perfectos desconocidos en el panorama nacional. Una disidencia que no es un referente válido y está lejos de ser un interlocutor de fuerza a mediano plazo con personeros del régimen.
A pesar de estar en pleno conteo de protección, Fidel Castro quiere atizarle un golpe definitivo a la oposición en la isla. El miedo viene de lejos. Los dictadores tiemblan. La situación en países árabes ha sacado de las gavetas los planes de emergencia. Las condiciones en Cuba están creadas para que en cualquier momento ocurran desórdenes públicos.
La disidencia está dando tumbos, pero entre sus filas hay grupos con muchos años de gestión. Y en caso de protestas callejeras, pudieran servir de catalizador y caja de resonancia en blogs y redes sociales hacia el exterior.
Pero en esta otra primavera, en marzo de 2011, el régimen insiste en desprestigiar a los opositores y encontrar argucias legales para detenerlos y enjuiciarlos. En 52 años, Fidel Castro siempre ha tenido muchos presos políticos.
Del juicio y petición de 15 años de privación de libertad al contratista estadounidense Alan Gross, se desprende que las nuevas herramientas de comunicación tienen en ascuas a los mandamases criollos. Es lógico que sea así.
Un régimen autoritario empieza a hundirse cuando comienzan a aparecer informaciones diferentes de las mostradas por sus medios. Para su “batalla de ideas”, los hermanos Castro van a utilizar todo el arsenal disponible. Entre ellos la cárcel.
Iván García
Publicado con autorización del autor.
*Recientemente se ha anunciado la excarcelación de Librado Linares, por lo cual quedarían en prisión dos presos de la Primavera Negra.
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