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10 de febrero de 2007

Novia rusa
Por Ernesto Hernández. (Pénúltimos días)
En el café vendían unos pomposos helados cubiertos de crema y un champán de extraña turbulencia, bautizado como Sovietskoe Champanskoe (derroche de literalidad característico del comercio en aquellos predios).

Sólo servían champán con helado; por eso en todas las mesas se veían aquellos pastosos montículos a punto de convertirse en islas volcánicas. A la tercera o cuarta frase preguntó tímidamente por mi acento y después de mis precisiones me dijo que justo en esos días había leído un relato (de Conrad) donde aparecía un personaje llamado Cuba Tom, no porque fuera cubano (al contrario, el autor lo definía como “un típico ejemplar de lobo de mar británico”), sino por ciertas aventuras que había tenido en la isla y que eran el tema favorito de las largas historias que contaba al anochecer. No conocía el relato, le dije, pero podía imaginar las aventuras.


Dos semanas más tarde, cuando volvimos a vernos, me di cuenta de que se sentía incómoda, como si aquel segundo encuentro no fuera la prolongación lógica de su inicial simpatía, sino un gesto entre cortés y expectante. Con algo de esfuerzo conseguimos salvar también aquella conversación. Empezamos a vernos algunas tardes, a intercambiar libros e invitaciones.


Recuerdo ahora su manera de repetir un comodín sarcástico (“Dadas las circunstancias”), que me impedía distinguir entre la confesión y el sarcasmo, entre el placer que tal vez le producían aquellos encuentros y su conversión en hábito de muchacha sin nada mejor que hacer. “Dadas las circunstancias”, pri takom rasklade, íbamos a cenar, al cine, o directamente a su casa, sin necesidad de precisar el significado que esas palabras lanzaban, como cuentas de un collar roto en una escalera o tímidos acertijos acompañados por el gesto, tan inevitable como inútil, con que expresamos a destiempo la intención de rescatar algo mientras lo suponemos demasiado lejos ya, espiral abajo, en un lugar recóndito.

Yo no conocía a nadie más en la ciudad. Bueno, en realidad sí conocía a alguien, pero se había ido de vacaciones, dejándome a cargo de un vecino al que nunca encontré. A esa confusa circunstancia se agregaba la luz característica de aquellas latitudes, pareja habitual de los halos temblorosos en torno a los faroles y de los fantasmales movimientos de los camareros, esas maneras con que, tras decidirse a abandonar su pose contemplativa, descorchaban y servían nuestro brebaje burbujeante para retirarse enseguida a una misteriosa trastienda. Tal vez por culpa del champán todo me parecía un error de percepción, impresiones a las que sólo yo dotaba de significación y permanencia, y que, en el fondo, eran tan arbitrarias como la foto de una secuencia, desechada porque muestra el detalle burdo, casi ilógico, de una serie –alguien sorprendido por la lente con el pie levantado en el acto de caminar– o un reflejo indiscreto en el corredor de alguna mansión de los horrores.

Durante todo el tiempo que nos vimos no dejó de asaltarme aquella sensación de irrealidad. Diálogos inconexos alternaban con brumosos silencios hasta que, como peces cansados de boquear con muda desesperación en un mundo ajeno, recobrábamos de pronto la comodidad del estanque y la noche precoz nos devolvía a la fluidez de lo acostumbrado: dos cuerpos, uno que duerme mientras el otro escucha el zumbido lejano de una aspiradora o la exagerada vibración de los cristales de la ventana, cubiertos por una delgada película de escarcha.En la habitación había un piano bajo el que se agolpaban un montón de cajas y carpetas. Dos butacas raídas, un reloj de péndulo, varias reproducciones de Soutine. La calefacción siempre estaba demasiado baja. Los abrigos goteaban en el recibidor a la luz de una lámpara forrada en papel, con forma de linterna japonesa. Algo cambió después de la tercera visita: el desasosiego se volvió natural, y los sentimientos encajaron poco a poco en su sitio, despojados de aquella distintiva irrealidad primera, como un velo arrancado por el torbellino ansioso de los detalles –ciertas frases, sus manos nerviosas, el recuerdo de sus uñas, tan brillantes que parecía húmedas–, y ese sinfín de sensaciones indefinibles que procuramos convocar en lugar de las dolorosas, truco con que se aspira a volatilizar el dolor hasta que descubrimos que el dolor se agudiza precisamente por causa de esas metamorfosis. ¿Fue la melancolía del adolescente recién llegado a un país extraño la gota que colmó aquel vaso de circunstancias? ¿O en realidad me había acostumbrado a la idea de enamorarme como quien emprende una nerviosa carrera al ralenti, con la convicción de que ese oscuro bosquecillo oculta la calle perdida hace apenas unos minutos? Aquel mundo tenía muy poco que ver conmigo, pero me gustaba pensar lo contrario, imaginar que yo siempre había formado parte de él. Algo aprendido, por supuesto, en las novelas que leía entonces. En esos años confusos me ejercité para vivir entre fantasmas –más reales que muchos seres de carne y hueso–, cuyo teatro mudo es también un conjunto de nociones salvadoras, la visión beatífica donde posamos para nosotros mismos.
Ernesto: Es que no tengo tu dirección de correo y no he podido mandarte la invitación. En el primer post de este blog está mi e-mail, si no quieres publicar el tuyo, enviame un correo y así te agrego al grupo de autores.

3 comentarios:

  1. Ernesto escríbeme a: magialukuamor@yahoo.es y así te mando la invitación del blogger para que aprezcas como autor.

    Un beso...

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  2. Magia ¿tu vives en canarias??es que quiero preguntar algunas cosas. un beso.

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  3. Sí Yoyin, vivo en canarias, aunque la semana próxima iré a Madrid dos o tres días. Escríbeme si quieres que te aclaro lo que pueda.

    Un beso...

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