Por Jesús Hernández Cuellar.
En esa próxima sociedad libre, los cubanos más jóvenes y menos informados se enterarán de que Cuba no era un burdel manejado por Estados Unidos como ha repetido incansablemente la propaganda oficialista, ya que en 1958 las inversiones norteamericanas en la isla eran de 861 millones de dólares, menos del 14% del capital total invertido en el país. Que el 62% de los centrales azucareros y el 61.1% de los bancos eran propiedad de cubanos. Que la diversificación económica a mediados de la década de 1950 era tan impresionante, que a pesar de que el azúcar representaba el 80.2% de las exportaciones, esa industria solamente aportaba 25% del ingreso nacional. Que en materia de circulación de periódicos diarios, 101 ejemplares por cada mil habitantes, Cuba ocupaba el lugar número 33 en el mundo entre 112 naciones estudiadas. Y que el 77% de la población ya estaba alfabetizada en 1953.
La destrucción de los principales renglones de la economía cubana, entre ellos el desplome de la industria azucarera, las desgarradoras imágenes que presentan los edificios destrozados por la falta de mantenimiento, las carreteras hundidas, los brotes de dengue y cólera, son daños visibles que han castigado a la nación cubana durante décadas. Pero hay otros daños que harían demasiado difícil la tarea de reconstruir un país asediado por la represión y la censura gubernamentales, la desinformación ciudadana y el fracaso de la gestión administrativa.
Si contratamos a un economista para que nos diga cómo resolver la crisis cubana, posiblemente este experto nos diría que Cuba, con una superficie de solo 110 mil kilómetros cuadrados y una población que no llega a los 12 millones de habitantes, con azúcar, turismo, níquel, café, tabaco y productos del mar, podría regresar a la normalidad en menos de 24 meses, mediante la aplicación de ciertos principios básicos de la economía de mercado. Eso diría el economista, pero tal vez la visión de un sociólogo sería diferente. Y la de un psicólogo también.